CAMBIHENARES
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27-01-17

Hay que estar deliberadamente ciego para no ver los paralelismos actuales entre el auge del fascismo y la actual deriva de la clase política hacia los “populismos”.

En los últimos tiempos, mucha gente se está posicionando en favor de los movimientos xenófobos en Europa, a semejanza de lo ocurrido en la década de 1930. Pero aquella no es la única época de la que podemos aprender algo. El mundo antiguo ya nos ha mostrado la caída de regímenes democráticos en favor de la autocracia y el poder omnímodo.

Basta fijarse en los ecos contemporáneos de algunos capítulos de la historia de la antigua república romana, y más concretamente, en el relato sobre su derrumbe político. En aquél caso, las instituciones de la república no protegieron frente a la tiranía cuando los poderosos empezaron a desafiar las normas políticas. Y la tiranía, cuando llega, puede prosperar aunque mantenga una apariencia de república.

En tiempos difíciles, la democracia debe servir para tomar decisiones difíciles sostenibles por el bien de una mayoría. Mantener los problemas latentes, solo conduce al auge del fascismo.

La política romana conllevaba una competencia feroz entre hombres ambiciosos. Pero, durante siglos, esa competencia estuvo limitada por ciertas normas aparentemente inquebrantables. He aquí lo que cuenta Adrian Goldsworthy en En el nombre de Roma: “Por muy importante que fuese para un individuo alcanzar la fama y mejorar su reputación y la de su familia, ello siempre debía estar supeditado al bien de la república... Ningún político romano decepcionado recurría a la ayuda de una potencia extranjera”.

Estados Unidos era así antes, con senadores y presidentes ilustres que afirmaban que debíamos “frenar en seco la política partidista y defender las libertades”. Pero ahora el pueblo americano ha elegido un presidente que pidió abiertamente a Rusia que lo ayudase a difamar a su oponente, y todo indica que el grueso de su partido estaba conforme con ello. Ganar las luchas nacionales es lo único que ahora importa, olvídense del concepto de democracia por “el bien del país”.

¿Y qué le pasa a la democracia como consecuencia de ello? Es famoso el hecho de que, sobre el papel, Roma nunca dejó de ser una república para convertirse en un imperio. Oficialmente, la Roma imperial seguía gobernada por un Senado que, dadas las circunstancias, se remitía al emperador para todo lo que importaba. ¿Podemos estar seguros de no ir por el mismo camino? Lo cierto es que ya ha empezado el proceso de destrucción de la esencia democrática al tiempo que se mantienen las formas.

Fijémonos, por ejemplo, en los pactos entre PP y PSOE para preservar el bipartidismo haciendo creer al pueblo que ni Ciudadanos ni Podemos son AHORA necesarios para gobernar nuestro país. El giro del PP al centro y su guiño al PSOE van encaminados a preservar su status quo particular en el poder y, de esta manera, evitar que otros grupos minoritarios descontentos puedan alcanzar el poder.

Si sumamos cosas así a los intentos constantes de obviar la voz de grupos minoritarios y de anular la importancia de su voto, tenemos los cimientos de un Estado autócrata de facto: uno que sigue fingiendo que existe una democracia, pero que ha amañado el juego para que el bando contrario nunca gane.

¿Por qué está pasando esto? No pregunto por qué los votantes de clase trabajadora respaldan a políticos cuyas políticas los perjudican. Mi pregunta es más bien por qué a los políticos y los funcionarios de uno de esos partidos ya no parece importarles lo que antes se consideraban valores fundamentales. Y seamos claros: este es un problema de democracia activa, no algo que sólo “los dos bandos deciden hacer”.

¿Y qué impulsa ese comportamiento? No parece que sea algo puramente ideológico. Los políticos que supuestamente defienden el libre mercado están descubriendo que el capitalismo basado en el amiguismo funciona bien siempre que los amigos sean los correctos. No guarda tampoco relación con la lucha de clases; la redistribución de la riqueza entre las clases baja y media está presente en todas las políticas republicanas modernas. Sería mejor afirmar que el ataque contra la democracia se debe simplemente al arribismo de los burócratas de un sistema soberano aislado de presiones externas mediante unas circunscripciones electorales manipuladas, una lealtad partidista inquebrantable y el apoyo de aquellos que ostentan la riqueza y el poder económico de un país.

En el 404 a.C., una incipiente democracia ateniense dio paso al gobierno de oligarcas espartanos vencedores en las guerras del Peloponeso.

Lo único que les importa a esas personas es acatar la disciplina del partido y mantener el dominio de éste A TODA COSTA. Y sí, a veces, parecen consumidas por la rabia contra cualquiera que cuestione sus actos, pero es así precisamente como responden siempre los piratas cuando se los acusa de piratería.

Todo esto deja clara una cosa: que la enfermedad de la democracia no ha empezado con Donald Trump, como tampoco la enfermedad de la República Romana empezó con César. Los cimientos de la democracia hace tiempo que se están erosionando, y nada garantiza que alguna vez sea posible restaurarlos. Pero si albergamos alguna esperanza de redención, tendremos que empezar por admitir lo mal que está la situación. La democracia en el mundo se encuentra al borde del abismo.


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