CAMBIHENARES
CAMBIHENARES
03-11-17

Es evidente que existe una crisis de identidad europea. Las naciones son insuficientes, se han quedado pequeñas, es imperativo integrarlas en un Europa unida, en los Estados Unidos de Europa.

Las naciones europeas no se han formado por comunidad de sangre, ni por las fronteras naturales, ni por la unidad lingüística. Es más bien el Estado nacional el que nivela las diferencias étnicas y lingüísticas. El principio nacional consiste en que nadie ha sido nunca sólo súbdito del Estado, sino que ha sido siempre participante en él, uno con él.   Nación significa la “unión hipostática” del Poder público y la colectividad por él regida. Por eso, la nación como tal es inconcebible con la existencia de ciudadanos y no-ciudadanos (por ejemplo, los esclavos). El Estado nacional es en su raíz misma democrático, por debajo de todas las posibles formas de gobierno. Consiste en un proyecto de empresa común, su realidad es dinámica, consiste en hacer, en actuar. 

El concepto “francés” o “español” no existió antes de que Francia y España se constituyesen en naciones europeas reconocidas tras siglos de contiendas.

España no era una nación en el siglo XI, pero esto no quiere decir tampoco que no fuera “nada”. Hispania era una idea fecunda que había quedado desde el Imperio romano, pero no una idea nacional, como no lo había sido la Hélade para los griegos del siglo IV. Hispania fue para los “españoles” del siglo XI como para los del siglo XV, lo que Europa fue para los “europeos” del siglo XIX.   Pero nos encontramos en pleno siglo XXI; y así como se llegó al siglo XV, ahora llega para los europeos la sazón en que Europa pueda convertirse en un idea nacional, disipando toda duda sobre cualquier forma de neo-nacionalismo emergente que rechaza todo tipo de normas establecidas, con el indudable riesgo de ruptura social. 


Los hombres de Estado no son los petulantes que se creen superiores a los demás, sino los que se exigen a sí mismos más. No se trata de clases sociales. Se trata de clases de hombres, de políticos de altura. Pero lo que domina en la actualidad es la mediocridad política, la vanidad de unos advenedizos que, por el mero hecho de ocupar un cargo público, se creen superiores a los demás.  Esta realidad lleva a la cotidiana improvisación. Se han lanzado al escenario político oleadas de personas a los que el sistema no ha podido saturar de la cultura tradicional, del concepto de comunidad unida bajo un proyecto común. Por eso no se recurre a clases sociales sino al “hombre medio”, el cual se caracteriza por tener “ideas” taxativas sobre todo y al que se usa para fines no comunitarios bajo una supuesta bandera de la democracia. 


Este recurso populista conduce a la “barbarie de lo especial”, la singularidad histórica y territorial que viola las normas y anula toda posible apelación. El “hombre cualificado” se comporta fuera de él como si tuviera competencia y autoridad, y no como uno de tantos, necesitado de seguir las orientaciones de los realmente cualificados. Es una enfermedad que a veces sobrevive a las sociedades y comporta daños colaterales irreversibles.  La crisis de las normas, la creencia de que ya no hay mandamientos de ninguna clase, la sustantivación de la “juventud” como tal, hasta hacer de ella un chantaje, todo eso está orquestado con singular precisión, mostrado como una ingente falsedad, como una suplantación de la realidad, que amenaza con anular todo lo logrado hasta ahora. 


Quienes aspiran a la “fama póstuma” no se percatan de que quienes vengan después serán iguales a los de ahora, de los que tanto se quejan, a quienes tanto manipulan. Serán igualmente mortales. ¿Qué puede importar ahora izar la bandera de tu singularidad, qué puede importar que algunos se hagan eco de rumores o que se inventen mentiras sobre sus aspiraciones?. Al final de la tormenta, las aguas siempre vuelven a sus cauces y todo lo queda es devastación y dolor.  


Es imperativo abandonar el concepto de “soberanía nacional” y avanzar hacia una “soberanía europea” si pretendemos evitar el surgimiento de neo-nacionalismos, de nuevas “lealtades” partidistas que sólo conducen al fanatismo y la violencia.. Construir una comunidad europea realmente integrada por vínculos solidarios y un destino común en lo universal. Derribar las fronteras nacionales para transformarlas en puertas de intercambio en lo económico, político y cultural.   Superar los límites variables de tribu, comarca y reino, y dar el salto hacia otros permanentes, hacia una interpretación lúcida del principio de incorporación, de construcción de unidades sociales superiores.


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